Una tarde decidimos intentar llegar hasta él. Bajamos por pendientes rocosas hasta encontrarnos con una pequeña playa llena de cochayuyos. Nos mojamos los pies y seguimos por otra pendiente que se alzaba ante nosotros, llena de maleza que hería nuestras piernas descubiertas al sol. Una escalera semidestruida y ahí estaba, abandonado, viejo, destrozado. Ahí estaba el guardián de los barcos nocturnos, quien ahora sólo se contentaba con mirar a lo lejos y ver cómo surcan el mar los trasatlánticos, que tienen tanta tecnología que ya no necesitan a un pequeño faro. Por que sí, además de viejo e inútil, era pequeño. Pero encantador.
Nos quedamos hasta el atardecer y fue un momento muy triste. Imaginamos que tal vez un habitante cercano vendría a prender el faro a esta hora, o tal vez se activaba automáticamente. Pero no. Se hizo de noche y tuvimos que volver. Que triste debe ser un faro sin luz.
Y a lo lejos, un barco cruza el océano y se guía por sus propios medios.
Las imágenes fueron tomadas por mi en febrero de 2009,
en Laguna Verde, V región, Chile.